viernes, 26 de agosto de 2011

Jesús Hernández Álvarez

Mi abuelo ahora es un colibrí


Hay días como hoy en que amanezco con la certeza de que la vida me ha dado muchos regalos maravillosos. Uno de ellos fue, sin duda, haber convivido por más de treinta años con mi abuelo, de quien guardo recuerdos maravillosos y heredé muchos defectos y virtudes que me caracterizan.
Don Jesús fue miembro fundador del Cuadro Cultural México”, una de las primeras compañías de teatro de revista en Colima, allá por la década de los años cuarenta. Ahí fue donde dirigió no sé cuántas obras de teatro, ahí conoció y enamoró a mi abuela y también ahí algunos de mis tíos se subieron por primera vez a un escenario. Hasta donde sé, el trabajo de la compañía fue un trabajo bastante meritorio, pues a pesar de la guerra, de no contar con apoyo de ningún tipo, de las necesidades económicas de sus miembros, a pesar de no sé cuántos pesares, el Cuadro Cultural México se mantuvo con vida exitosa durante más de dos décadas. Por eso, en diciembre de 2006, mi abuelo recibió de manos del entonces gobernador Silverio Cavazos una medalla al mérito, y en 2009 se inauguró el Teatro al Aire Libre de Casa de la Cultura, el cual fue nombrado en su honor como Jesús Hernández Álvarez.
Don Chuy también fue monaguillo, maraquero en un grupo de salsa y carpintero. Pero es para mí y, estoy segura, para quienes lo conocieron, mucho más que eso. A mí me enseñó, sin siquiera darse cuenta, un montón de cosas. De él aprendí, gracias a nuestros paseos en los que me enseñaba detalles que nadie ve, a no perder la capacidad de asombro, a maravillarme con las cosas más simples y a desenmarañarlas. Por su afición a los programas de radio de Trespatines, Chucho El Roto y Kalimán aprendí a usar mi imaginación. Aprendí alangareartodo bocadillo, comida, botana que me ponen enfrente, sobre todo después de las cinco de la tarde. Me enseñó a andar descalza entre las piedras y los clavos de su carpintería sin lastimarme. Lástima, caray, que no aprendí de la prudencia, del silencio y la imperturbabilidad de sus mejores años.
La imagen de Don Chuy me viene a la mente acompañada de un montón de olores, sabores y momentos que me/nos han marcado a todos lo que de él descendemos: su recuerdo es el futbol, la cerveza, el tango, la zarzuela, la música de las grandes bandas, la leche bronca con fruta enmielada, el olor de la madera, la laguna, andar en bicicleta, los sorteos de la Lotería Nacional, Selecciones Readers Digest, el amor a los reflectores y los aplausos.
Insisto en que mi abuelo fue un personaje extraordinario, distinto para su época y su entorno: cuidaba hijos y cambiaba pañales, comía (habráse visto tal cosa) cebiche con queso seco; tuvo hijos y nietos que eligieron como forma de vida la música, el teatro, la danza, las artes visuales y la restauración. Me atrevo a pensar que, a pesar de los pesares, su vida fue plena y por ello se fue despacio, tranquilito, pero dándonos señales extrañas y hermosas: una piedra que llora, una puerta que se abre, su juventud devuelta en sueños, visitas inesperadas, su nombre escrito una y otra vez en un muro, el triunfo de las Chivas y, la más hermosa de todas, un colibrí volando en espiral ascendente dentro de la iglesia, justo al final de su misa de réquiem. No me queda duda alguna: mi abuelo ahora es un colibrí.


Descansa en paz, abuelo. Octubre 1918-agosto 2011.

Escribe: Woendolyne Hernández









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